Uno de los mayores desafíos de la computación cuántica ha sido siempre su fragilidad. Los qubits, esos bits cuánticos capaces de representar simultáneamente un 0 y un 1, son extremadamente sensibles a su entorno. El más mínimo cambio en temperatura, ruido o interferencia externa puede alterar sus estados y, con ello, producir errores que hacen inviable su uso en tareas reales.
